En el fondo, sólo eran niños.
Nos gusta pensar que la infancia es una edad feliz, pero es porque no recordamos la propia. No se puede ser feliz con ese monstruo bizco que acostumbra dormir bajo nuestras camas. Hay un demonio escondido dentro de cada gato negro, y mamá se transforma por las noches en una bruja envenenadora, que patrulla el vecindario montada en su escoba, en busca de algún hijo de vecino con quien saciar su hambre oscura. ¿Os extraña que vuestros hijos se resistan tanto cuando llega la hora de dormir?
Génesis
Los niños de mi cuento eran especialmente aprensivos. Más bien, eran todos un hatajo de cobardes y cagainas. Para calmar sus muchos miedos, se inventaron una extraña historia. En realidad, la copiaron de los babilonios, quienes la habían copiado a su vez de los sumerios, que fueron los que inventaron casi todo en la noche de los tiempos. Como detalle final, le añadieron algunas pinceladas egipcias: ese pequeño toque de mal gusto que sirve para hacer creíble cualquier mediocre terror.
Pero en el fondo eran niños, no literatos, y lo que había sido originalmente una excusa sumeria para campesinos adultos que querían ir de putas una vez al año, fue transformada en una trama absurda, llena de ruido y furia; en ocasiones, incluso siniestra. La historia trataba ahora sobre un padre colérico que se enojaba con sus hijos majaderos porque se comían la última manzana, y sólo se aplacaba cuando los traviesos chavalines asesinaban alevosamente al obediente hijo mayor, del que nadie había oído hablar hasta ese momento. Todo muy razonable, emotivo y rebosante de lógica y sentido común.
Un buen día, decidieron escenificar el drama. Pillaron un pepinillo fresco de la huerta y lo enterraron bien profundo. Esperaron tres días, y lo sacaron a la luz. Pero el pobre pepinillo, el hijo del pepino, se había podrido y olía a gangrena psocialista. ¡Si al menos lo hubiesen ahogado en salmuera y vinagre!
Volvieron a cubrirlo de tierra y se reunieron a su alrededor, con las manos enlazadas, apretando tan fuertemente los párpados que a uno se le escapó un pedo (luego lo negó tres veces). Cantaron a coro, a pleno pulmón: ¡creemos en las hadas, vaya si creemos! Pero el pepinillo seguía tieso. Pensaron en cosas tristes e intensas, hasta que las lágrimas bañaron sus ojos, y las derramaron sobre el inerte vegetal. El pepino, sin embargo, no se dio por enterado.
A uno de los chicos, que odiaba a las chicas y le gustaba azotar y ser azotado, se le ocurrió la tontería de que sólo la sangre podía dar la vida. A pesar de que la idea disgustaba a la mayoría, el retorcido crío se azotó los lomos hasta sangrar, y dejó caer unas pocas gotas carmesí sobre el fetiche. Explicó a los demás que su acto era una sentida demostración de su fe que había que respetar, y muchos de los renuentes le imitaron entonces. Unos, por el amor al desafío. Otros, para que los demás no adivinasen que su fe flaqueaba. La mayoría, porque aquello del respeto sonaba de puta madre. Pero el pepinillo, ¡ay!, siguió muriendo.
Entonces llegó el turno de los más imaginativos. Uno sostuvo que el vegetal nunca había existido, que se había tratado, desde el primer momento, de una ilusión de los sentidos. El verdadero Pepino Inmortal, en todo su esplendor vegetal, florecía y reinaba en la Huerta del Más Allá, donde los árboles producen salchichas y los ríos son de Coca Cola. Enseguida, la trama se complicó: el Pepino había prometido volver para vengarse de sus enemigos, que curiosamente, no eran los vegetarianos sino los carnívoros. Mientras esperaban el Retorno del Pepinillo, los niños debían comer ensalada de pepinos todos los fines de semana, para no olvidar la promesa. Hubo protestas, y llovieron insultos y puñetazos, porque algunos consideraron exagerado devorar tanta verdura. Al final, triunfaron los partidarios de comer la ensalada una sola vez al año, y entre todos acordaron sustituirlas por galletitas durante los fines de semana. Así lo hicieron durante años, y al pepino le importó un rábano y un comino.
Pasaron años, y más años, y luego siglos, y al final milenios, y no se producía el anhelado Regreso de la Hortaliza. Los conjurados se convencieron de que no habría Retorno hasta que todos los niños del mundo gritaran con pasión, al mismo tiempo, aquello de ¡creemos en las hadas!, que con el paso del tiempo había degenerado en un ¡creemos en el brócoli!, ¡creemos en las tres mazorcas! y otros credos igual de atrabiliarios. Recorrieron la ciudad armados de pepinos, y al que no quería comulgar con el vegetal, se lo embutían por salva sea la parte.
Un buen día, los hijos de un vendedor de alfombras, un conocido traficante de baja estofa, invadieron el yermo donde yacía el vegetal cadáver, y se justificaron alegando que la función del pepinillo era servir de abono para la llegada del Boniato, loado sea. Como los cerdos comen boniato, declararon que los cerdos eran animales inmundos, al igual que esos perros que tan alegremente meaban sobre las plantaciones del Sagrado Tubérculo. El barrio se convirtió en el escenario de frecuentes peleas entre los fanáticos del Pepino y los adoradores del Boniato. Y aunque al principio parecía que prevalecerían los de la secta del tubérculo, la suerte finalmente sonrió a los devotos del Pepino, que atribuyeron su victoria a un milagro de Santa Hortaliza, patrona de las dietas de adelgazamiento.
Apocalipsis cum figuris
Pasado un tiempo, alguien compró el terreno y construyó una embotelladora de refrescos sobre la tumba pepinácea. La embotelladora fabricaba una bebida a la que bautizaron Acuario, en velado homenaje al signo zodiacal. Sabía sospechosamente a batido de pepinos, pero cuando se bebía muy fría, casi nadie notaba el extraño sabor.
"¡Sacrilegio!", gritaron los unos. "¡Grande es el Boniato!", chillaron los otros. Y aunque la embotelladora era una bendición para el barrio, pues daba trabajo a los padres de todos aquellos maleantes y liantes, las bandas armadas acordaron un armisticio y concentraron sus energías en echar de la ciudad a aquellos incrédulos bebedores de agua con gas. De ser posible, arrojándolos al mar.
Se reunieron en hordas, tribus y rebaños alrededor de la fábrica y acordonaron la zona, interrumpiendo el tráfico. Luego hicieron el corro, tomándose de las manos, y a una señal apretaron los párpados, dejaron escapar alguna que otra ventosidad, y arrancaron a cantar "¡creemos en las hadas, vaya si creemos! ¡creemos en las hadas, y en el Boniato, y en el Pepino! ¡vaya si creemos!". Los más masoquistas se flagelaban y cortaban las carnes en homenaje al Pepino de ensalada y al Decimosegundo Boniato Oculto, que como buen tubérculo, se había ocultado bajo tierra tras ser privado de su corteza por unos herejes malvados.
Un filipino desempleado que pasaba por allí, se hizo clavar sobre un poste de madera, representando el sufrimiento del Pepino encurtido al ser atravesado por el palillo de madera de un sándwich vegetal. A un transeunte despistado se le ocurrió gritar:
- ¡Filipino, gilipollas! ¡Podían haberte pegado al poste con Loctite! - y la muchedumbre enfurecida lo linchó, colgando luego su cadáver en el poste vecino, a modo de escarmiento.
Las manos del asiático se quedaron inútiles tras el empalamiento, pero aquello no importó demasiado a su propietario, porque de todas maneras, no tenía planes para hacer nada de provecho con ellas.
De cuando en cuando, algún empleado de la fábrica asomaba la cabeza por la ventana y se mofaba de los sitiadores:
- ¡Sandías! ¡Raza de sandías!
Y los píos pepinianos replicaban indignados:
- ¡Blasfemos! ¡Tenéis suerte de que somos pacíficos! ¡Sois unos cobardes porque no se lo decís también a los del Boniato!
Pero cuando el bromista de turno se burlaba de los boniatos, los pepinos se ponían de parte de estos últimos, invariablemente. Y es que les llegaba al alma eso de que los llamasen
"sandías".
[nota]Y así transcurrieron años y más años, y el tumulto se convirtió en costumbre, y la costumbre en tradición. Los del Boniato, cavaban túneles con la esperanza de encontrar el escondite del Decimosegundo Boniato Oculto y toda su tropa. Los del Pepino, aguardaban temblorosos la segunda llegada de la cucurbitácea, e invertían sus energías en apaciguar periódicamente a los belicosos hijos de la gran batata. Cuando se les resecaban demasiado las gargantas, boniatos y pepinos acudían a la máquina de bebidas y disfrutaban calladamente de una fría y deliciosa lata de Acuario. De cuando en cuando, el camión del reparto atropellaba a algún exaltado, o un túnel de boniatos se derrumbaba sobre sus perpetradores. Entonces la tropa se encabritaba y salía en la prensa. Pero en general, todo el mundo bebía su Acuario helado, a pesar de su sospechoso sabor a batido de pepinos.
En el fondo, ya no eran niños, y habían pasado tanto tiempo con los ojos cerrados que la luz les cegaba y no reconocían el mundo que había florecido a su alrededor.
Nota: Existe, sin embargo, un "melón de pepino", el Solanum Muricatum, que se cultiva en Chile y Perú.
Otra nota: Originalmente, la secta pepiniana se expandió gracias a las mujeres. Las supersticiosas madres de aquello críos consideraron una bendición el que sus retoños sintiesen tan súbito interés por los frutos de la huerta y las hierbas del bosque. Con tal de que se comiesen la ensalada, llegaron a aceptar historias absurdas como aquella del triple pepino mutante o la de la asunción de la calabaza.
Ultima nota: Observará que no he incluído un dibujo del Boniato. He querido evitar problemas con los boniatomanes, pues estos prohiben la representación gráfica del Tubérculo. Además, el Santo Pepo, que es como los pepinianos llaman al jefe de su secta, ha dictaminado que también es blasfemia cagarse en el puto Boniato.
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