No hacía falta que al Cristo lo pintasen en pelota picada para que los meapilas pusieran el grito en el cielo. A éste de la foto le han tapado la cara con una estampita de San Lenin, y las divinas vergüenzas con los trapitos de toda la vida... pero ni por esas. No importa el doble significado que pudiese tener la cara de Lenin impuesta sobre la de Jesús. Siempre habrá teoadictos dispuestos a actuar como instrumento de un vengativo Ser Supremo al que le da mucha pereza darse un garbeo por este planeta:
Por qué es roja la Plaza Roja
¿Cree que lo de la Divina Pereza es una provocación injustificada por mi parte? Lo sería si la Primera o la Segunda Persona hubiesen tenido a bien pasarse por aquí abajo mientras los comunistas rusos mataban a... ¿cuántos? ¿cincuenta millones de rusos, bielorrusos, ucranianos y algún que otro gallego republicano? Pues no, ninguna de las dos Personas se dio por enterada: setenta jodidos años con el puto marxismo leninismo encima de la chepa. Eso sí, la Tercera Persona, que es el Espíritu Santo, siempre ha estado ahí, entre nosotros. Pero, ¿qué puede hacer una paloma contra un comunista rabioso? ¿Cagársele encima? ¿Contagiarle la gripe aviar? Oiga, pues ni eso...
Es por todas estas razones que la Iglesia Ortodoxa de la Santa Madre Rusa tuvo que asumir el papel tan heroico y conocido que desempeñó durante la dictadura roja. Todos los días a las 9:00 de la mañana, religiosamente, llegaba a la Plaza Roja un autobús Ural pintado con esmalte amarillo (había pertenecido al pelotón suicida durante la Gran Guerra Patria) cargado hasta el techo de santones barbudos ortodoxos. Todos los días a las 9:15, excepto los vaskrisyeñie, que son como los domingos rusos, los santones del autobús desembarcaban y se precipitaban en manada sobre la momia de Lenin, al grito de marikoñi paslyedni!!! agitando iconos pintados sobre tablas de madera de abeto siberiano. Todos los días a las 9:30 de la mañana, entraban en escena las bigotudas señoras de la limpieza, para barrer los santos restos desperdigados frente la entrada del Mausoleo. Y todos los días, quitando el domingo, se servían jugosas y nutritivas hamburguesas a las jóvenes promesas del deporte soviético.
Divina Revelación
¿Recuerda cómo cayó el Telón de Acero? Fue gracias a la valiente Iglesia Ortodoxa, sus líderes y fieles, que tuvieron el enorme valor de andar setenta años con la lengua metida en el culo. Esta es una historia nunca antes contada, sobre el heroísmo de quienes se supone que no deberían temer a quienes sólo "matan el cuerpo". Póngase cómodo y lea...
En un rincón remoto de los Urales, existe una pequeña aldea, llamada Pollojodonsky, y muy cerca de ella, un monasterio. Un buen día los monjes de Pollojodonsky recibieron un recado divino a través de la Tercera Persona, aunque nunca quedó muy claro si provenía de la Primera o la Segunda. ¡Qué más da, si todo queda en familia! En aquel entonces, en el monasterio habitaba un santo varón eremita, el diedushka o "abuelito" Mijail, a quien todos identificaban por su larga y venerable barba blanca. Era el primer viernes de un frío mes de enero, y los monjes se habían reunido en el comedor para recibir su magro desayuno, consistente en una jarra de anticongelante y los tradicionales huevos de oso frito. De repente, el entrañable abuelito Mijail se puso de pie y carraspeó, para llamar la atención de sus hermanos. Al viejo sólo le quedaba medio pulmón, y nadie le hizo ni puto caso. El abuelo empuñó entonces su jarra de anticongelante y la estrelló contra la crisma del novicio Iván, que se sentaba a su lado. Iván se desplomó sobre la mesa, pero los demás callaron respetuosamente y escucharon con profunda devoción al anciano:
- Daraguitye tavarishi i bratya - dijo el Venerable, a quien le gustaba quedar bien con Dios y con los bolcheviques, como ciertos curas aborígenes que todos conocemos - Esta noche se me ha aparecido un ángel del Altísimo y me ha transmitido un mensaje para todos vosotros.
Todos miraron en silencio a Mashenka la cocinera, a quien llamaban la Kantimploraskaya por pasar frecuentemente de mano en mano, pero la moza movió con vehemencia la cabeza de izquierda a derecha.
- ... y he aquí - siguió el viejo - que el ángel me reveló que este impío régimen caerá si enviamos un monje suicida al despacho de nuestro Primer Ministro: ¡el impío y perestroiko Gorbachov!
Hubo murmullos, y piadosas alabanzas, algún jarashó, jarashó y alguien dijo también nichevó encogiendo los hombros. Todos acordaron que podía ser muy posible, pues extraños son los caminos del Señor, pero tampoco ignoraban los estragos provocados por la ingestión diaria de líquido descongelante, y creyeron oportuno y prudente esperar, antes de actuar, un segundo mensaje, a modo de confirmación, del Todopoderoso. Agarraron a Mijail y lo arrojaron por la ventana que daba al barranco de Sedespetronka. Cuentan que las últimas palabras del eremita fueron santas y edificantes, como el resto de su vida:
- ¡Hijos de Puuuuutiiiin! - dijo mientras caía, y luego - ¡plofff! - al llegar al fondo.
A continuación, y en compensación por tan repentino tránsito a la gloria, anotaron su nombre en la lista de espera de las canonizaciones, por delante del beato Nikita, aquel que se había caído dentro de una jaula de osos y que había sobrevivido milagrosamente a los tres primeros mordiscos. Luego se sentaron a esperar la Segunda Señal, que llegó a los pocos días a través del hermano Dimitri.
Dimitri cayó justo sobre los restos mortales de Mijail, pero lo tenía muy fácil para acertar, porque era gordo y cayó como un plomo. Por el contrario, Vissarion Vissarionovich, el agraciado por la Tercera Señal, era delgado como una vara, y sus defenestradores no calcularon el efecto del viento. Al llegar al fondo del barranco, rebotó contra una roca, pegó dos botes más y lo que quedaba de él terminó sobre la copa de un pino, sirviendo de alimento de las aves del campo y los lirios del bosque en lo más duro de la estación.
Nuestros monjes podrían haber seguido cayendo como frutas maduras hasta que no quedase ninguno o llegase el Día del Juicio Final. Pero en febrero se acabaron las reservas de anticongelante y de agua de colonia en el monasterio. Los santos varones pasaron tres días en dique seco, y aquello se les hizo tan insoportable que decidieron que ya iba siendo hora de acabar con el comunismo.
El sacrificio de Mitrofán
Mitrofán era un fornido chicarrón de algún pueblo perdido de la cuenca del Volga, que había sido admitido en el monasterio como novicio hacía dos años. Generaciones y generaciones de matrimonios entre primos habían dejado el ADN de Mitrofán como el de los Borbones: para el desguace. Sí, el chico no tenía más luces que Pepiño Blanco, pero había sido compensado con una bondad natural y, sobre todo, con una credulidad infinita. Naturalmente, Dios hizo recaer sobre sus amplios hombros la sagrada misión de liberar a Rusia de sus verdugos bolcheviques... bueno, más que Dios, fue cosa de aquella panda de piadosos cabritos de Pollojodonsky.
Mezclaron la última ampolla de anestésico para osos con el borsch, o sopa de col y remolacha, que tanto gustaba a Mitrofán. Cuando el medicamento comenzó a ejercer su efecto sobre el sistema nervioso central del novicio, lo agarraron entre cuatro, lo metieron en la única habitación que tenía un colchón y un bastidor simultáneamente, lo desnudaron y lo dejaron a solas con Masha, la Kantimploraskaya, a la que previamente habían pegado dos alas de atrezzo a la espalda. Masha sería analfabeta, pero follaba como una valquiria. Cuando el idiota entreabrió los ojos y vio aquel par de melones rubios girando como gira el Sol alrededor de la Tierra, y a la Mashenka cabalgando despatarrada con una de las alas a punto de caérsele por culpa del movimiento, pensó que había llegado el Apocalipsis y que su jinete era el demonio que le atormentaría en el Infierno hasta la consumación de los siglos. Pero no tardó en cogerle el gustillo a la penitencia, y pronto jinete y montura intercambiaron posturas. Cuatro empellones más, y Mitrofán aulló como Lucifer al ser arrojado desde los cielos. Luego, con los ojos nublados, cayó del camastro y se golpeó la cabeza contra el orinal.
Despertó dentro del Kremlin, en una oscura salita de espera, vestido de paisano, afeitado y con un pase colgado de la chaqueta en el que rezaba: "Mitrofán Kantinpalov, miembro del Soviet Supremo del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas". Esto último estaba escrito con unas letritas casi microscópicas, para que cupiera en la cartulina. Por lo demás, nadie se dio cuenta de la impostura. No hay tantas diferencias entre un Mitrofán y un comunista patarroja.
Una puerta se abrió, y por ella salió, o quizás entró, un hombre de mediana edad, con pocos pelos en la cabeza y con una mancha roja sobre la calva que se parecía extraordinariamente a un mapa de la URSS. Mitrofán se levantó para saludarlo educadamente... y enseguida se dio cuenta de que había algo extraño en todo aquello. Primero notó que una pesada faja ceñía su cintura. Al palparla, sintió un leve cosquilleo, algo eléctrico, que le atravesaba el ombligo. Luego algo hizo pum, y al siguiente segundo, cuando se despejaron los humos, vio ante sí a un hombre que decía llamarse Piotr, con un brillante halo sobre su cráneo, que le estrechaba cordialmente ambas manos mientras le daba la bienvenida al Cielo.
Al borde del Armagedón
En los tiempos de la URSS, si una nave extraterrestre hubiese aterrizado en la Plaza Roja, bombardeado el Kremlin y secuestrado a todos los miembros del Soviet Supremo, nadie se habría enterado. Durante días y días, los monjes de Pollojodonsky vivieron pendientes de la pequeña tele de 17 pulgadas, en proletario blanco y negro, y del telediario oficial, que transmitían en cadena los dos únicos canales soviéticos. Abandonaron las plegarias, olvidaron las buenas obras, dejaron que las malas hierbas brotasen en la huerta. Incluso se les olvidó apagar el alambique con el que ahora destilaban el matarratas que bebían, y la consiguiente explosión mandó de cabeza al Cielo a los hermanos Alexei y Vladimir. Todo en vano: ni una palabra sobre Gorbachov.
A las dos semanas, la noticia cayó en sus corazones como una jarra de agua sacada del río Yenisei: fría e infecta, ya sabe. Gorbachov aparecía nuevamente en los telediarios, como si no hubiese pasado nada. Y no se trataba de un truco barato basado en imágenes de archivo: el primer ministro recibía a políticos extrajeros, inauguraba obras grandiosas y parloteaba las mismas tonterías de siempre sobre su querida "perestroika". Mitrofán se había sacrificado en vano. El mensaje del patriarca Mijail no venía de Dios, sino del Diablo...
Cuando los desesperanzados monjes abandonaban la sala, el viejo y miope hermano Borís Andreyevich dijo "zhditye minuti!" y se acercó a la pantalla guiñando cómicamente los ojos. Primero balbució algo que sonó como uh!, y luego da-da-da-da-da-da, como una Kalashnikov. Finalmente, abrió los ojos hasta que desaparecieron sus párpados, y se puso a gritar y bailar como un poseso:
- ¡El Cáucaso! ¡El Cáucaso! - y cayó fulminado sobre el sucio y grasiento suelo de la habitación.
Todos pensaron que al viejo demente de Borís se le había ido la olla antes de decir
dasvidanya. Pero entonces fue Anatoly quien miró la tele, y luego le tocó a Vadim, y a Sasha, y a Pietka... y en sus caras se dibujaba primero el asombro y la incredulidad, y luego una pequeña esperanza que creció hasta estallar. Saltaron, bailaron, rieron, lloraron (el viejo Vlad se orinó en los gayumbos, pero todos fingieron ignorarlo), y hubo barra libre de matarratas, y entonaron a coro las viejas canciones festivas aprendidas de sus abuelas, en tiempos mejores, pues de repente comprendieron lo que el viejo loco de Borís había visto antes de espicharla.
La mancha de la cabeza de Gorbachov había cambiado su forma. Faltaban un par de golfos y alguna península. Y, sobre todo, habían desaparecido de la mancha las repúblicas populares transcaucásicas.
Epílogo
La beatificación de Mijail transcurrió, como era de esperar, sin mayores incidentes. No faltaron milagros y testigos de esos milagros. No ocurrió lo mismo con Mitrofán: al fin y al cabo, se había hecho el harakiri, y aunque sea por una causa sagrada, eso es pecado a los ojos del Misericordioso... a menos que el occiso llevase turbante. Tras innumerables gestiones, Masha Kantimploraskaya, que se había quedado preñada de trillizos con Mitrofán, pidió audiencia privada con el venerable Patriarca que se ocupaba del asunto. No sé sabe de qué hablaron durante los largos minutos que permanecieron a solas en el despacho del Patriarca. Pero al salir de la habitación, Masha sonreía.
Su querido y difunto Mitrofán había conseguido, ¡por fin!, la santidad. Y el santo Patriarca había conseguido, a cambio, una cepa nueva y especialmente virulenta del herpes genital uralaltaico.
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