Hay problemas que tardan en ser resueltos porque a nadie se le ha ocurrido que la respuesta puede ser muy sencilla. ¿Por qué los delfines, aparentemente, disfrutan con la compañía humana? Estoy viendo en la tele un entrenamiento en un delfinario, y creo haber descubierto la respuesta: los delfines nos necesitan... ¡para que les rasquemos el lomo! ¿Tienen manos los delfines? No. ¿Tienen picores los delfines? ¡Con toda seguridad! ¿Cómo se rascan entonces? Los antiguos griegos narraban cómo los delfines acompañaban sus frágiles barcas. Si los delfines hubiesen podido hablar en griego, habrían entonado a coro: "¡ráscame, ráscame!"
En serio ahora: me ha sorprendido ver a un entrenador rascando la lengua de uno de sus delfines... y el delfín parecía pasárselo bien. ¿Tendrán alguna técnica los delfines para rascarse mutuamente la lengua? No lo creo. ¿Por qué entonces disfrutan con el "masaje de lengua"? Sí, ya sé que la lengua es un órgano profusamente inervado, y es lógico que tenga una sensibilidad especial. Sin embargo, nosotros también tenemos lengua... y a nadie le apetece que se la rasquen con la mano (aunque hay mucha gente rara por ahí).
Una amiga tiene una perra Yorkshire. La Yorkshire es una verdadera yonqui del rascamiento del lomo. La he visto poner en riesgo su vida subiéndose al estrecho borde de una estantería... para dejar el lomo a la altura de mi mano. Ya sé que los Yorkshire, y en general la mayoría de los caniches, son pequeños monstruitos de Frankenstein creados por nuestra soberbia y nuestra falta de respeto a la Naturaleza. ¿Se imagina usted a un Yorkshire o a un chihuahua correteando por la sabana africana en busca de su sustento? Yo no: como mucho, me imagino al paleochucho ancestral batiendo la cola y suplicándole a Lucy, la australopiteca, que le acaricie la espalda.
El sueño de la razón de los australopitecos creó pequeños monstruos cuadúpedos adictos al rascamiento del lomo.
El enigma de los borricos
... y sigo recordando casos de comportamiento anómalos en animales. Por ejemplo, ahora recuerdo un programa de Letrina 3, en el que un cuidador afirmaba que el punto G de los borricos estaba en el interior de sus grandes orejas. No lo decía con estas palabras, pero así queda más elegante. Y efectivamente, el señor mostraba cómo, sobando el interior de la oreja de una burra, ésta entraba en trance. Al final, ha resultado que Platero también nos ha salido yonqui, y que frecuenta la misma clínica de desintoxicación que nuestro viejo amigo Flipper.
¿Pueden los burros rascarse el interior de las orejas? Me temo que tampoco. Si tiene usted algún amiguete ecologista, ya tiene un argumento para recordarle que los seres humanos tenemos un papel muy especial en la Zoología: existimos para poder rascar al resto de los bichos... y no estoy diciendo una tontería total (sólo parcial). ¿Cuántas especies bípedas hay en este planeta? No valen las gallinas, porque no tienen manos. Ni los suricatas, que tienen unas manitas de "ná", que no dan para un rascamiento decente. Si por desgracia, nuestra especie se extinguiese, la Naturaleza iba a llorar la pérdida, para consumirse a continuación en un paroxismo de horribles picores.
Samadhi
Quizás se pregunte usted a qué se debe esta extravagante relación de comportamientos animales. ¿No ve el patrón todavía? No me tome completamente en serio, pero se trata de usos extraños para órganos cuya razón de ser evolutiva es otra, probablemente muy distinta. Es cierto, advierto, que la "desviación" en el uso "natural" del órgano es pequeña, en cada caso.
Soy budista. Para mí, el budismo, más que una religión, es una técnica o una praxis. Practico zazen, la forma especial de meditación del Zen, casi a diario, y constato los beneficios objetivos que esta práctica ejerce sobre mi mente. Pero el budismo... y el yoga, y el taoísmo, e incluso las enseñanzas de místicos cristianos, judíos y sufíes, hablan sobre estados muy especiales de conciencia, que en última instancia podrían ser el origen de toda experiencia religiosa. Incluso las prácticas jungianas están relacionadas con este tipo misterioso de experiencias.
Mi duda siempre ha sido: ¿es posible que nuestros cerebros implementen un modo especial de funcionamiento que difícilmente podría haber sido inducido o estimulado por selección natural? Cuando pienso en esto, me acuerdo de las orejas de Platero, la lengua de Flipper y el lomo de una Yorkshire. Pero me habría bastado con mirar mi mesa de trabajo, y ver cómo el teléfono móvil que me costó casi un riñón en su momento, lo estoy usando como pisapapeles.
Tal vez, la más sublime experiencia a nuestro alcance no sea sino una extraña técnica para rascarnos el cerebro.