Aunque sólo era martes, era la segunda vez que Eva se escapaba de la escuela en la misma semana. Aquella vez, sus andanzas la habían conducido a las afueras del pueblo, a la línea férrea que servía de límite exterior al minúsculo infierno donde vivía.
Mientras hacía equilibrio sobre uno de los raíles, descubrió un objeto brillante medio escondido en los arbustos, a un lado de la línea. Corrió a reclamar su tesoro, pero pronto hizo un gesto de desilusión al descubrir que era sólo una vieja lámpara china, probablemente de algún cargamento destinado a uno de esos nuevos Todo-A-Cien. Para dejar claro su enfado, lanzó la lámpara al aire y le pegó una patada mientras caía.
Una nube de humo verde y rosa salió, con mucho estruendo, de un costado de la lámpara. La nube pronto adquirió la forma de un terrible genio que preguntó con voz de trueno a la pálida Eva:
- ¡Soy el genio de la
lámpala! ¡Pídeme un deseo!
Eva era una adolescente escuchimizada y torpe, y por esta misma razón, sólo tenía un pensamiento en su cabecita, por lo que exclamó temblorosamente:
- Oh, genio, quiero las curvas de Betty Boop.
Pero el genio era un inmigrante recién llegado, ajeno a nuestros usos y costumbres, y para colmo, tenía cálculos en el oído interno. De modo que hizo ¡zas! y le concedió a Eva los ojos de Bette Davis, mas nada de lo demás.
Eva pilló un cabreo que le ha durado hasta hoy. En vano intentó que el genio le concediera otros dos deseos, o que al menos anulase el deseo defectuoso.
Aunque sea, dijo, se conformaba con el talento de la actriz americana. Pero el genio, aún resentido por la desconsiderada patada, le contestó que los genios del Tercer Mundo sólo conceden un deseo, no como los del Primer y Segundo Mundo, que cuentan con inventario como para regalar. Y que si quería reclamar, fuese al maestro armero.
Y con un chasquido de los dedos, desapareció en medio de una nube, tal y como había llegado.
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