Todas las historias son una y la misma, o eso decía Graves. Borges, por el contrario, pretendía que eran cuatro los argumentos: el de la Ilíada, el de la Odisea, la historia del dios hecho picadillo y no recuerdo qué tontería sobre unos boludos que construían una ciudad. En mi opinión, y en la de Buda, la verdad está en algún punto entre ambos extremos. Olvidemos, por un momento, la de los albañiles, pues después de la horrible "We build this city", de Jefferson Starship, nadie ha vuelto a atreverse con el tema.
Nos quedan tres. Es fácil demostrar que la Ilíada y la Odisea son, en realidad, variaciones sobre un mismo tema, del que la Odisea es un ejemplo mejor logrado. Es una historia sobre una venganza: a un buen señor lo putean concienzudamente, pero éste se sobrepone y regresa pateando traseros. En el caso de Odiseo, es el hideputa de Poseidón y sus abogados quienes se encargan de hacerle la vida imposible. A Aquiles, los troyanos le matan al mariquita de su amigo Patroclo. Luego Aquiles va a por Héctor y lo hace papilla. Odiseo, por el contrario, tras escapar de las trampas divinas, regresa a Ítaca y monta una carnicería con los pretendientes de su churri Penélope. No se carga a Poseidón para dejar abierta la posibilidad de una secuela. Sospecho también que Homero no quería estropear el negocio de los sacerdotes del susodicho. Siempre he dicho que las historias de venganzas son mis favoritas. La mejor de todas, o casi, es la del Conde de Montecristo.
Nos quedan, pues, dos historias arquetípicas: la de la venganza, y la del dios puteado. Pero si lo piensa un poco, ¡ambas historias son la misma! Puedo imaginar el origen de nuestra civilización en las orillas de un perdido pantano en la antigua Sumeria. Un rapsoda itinerante cuenta la historia de la venganza de Gilgamesh a los embobados paletos del poblado más cercano. Cuando llega al punto en que al héroe lo han hecho puré, le entran unos terribles dolores estomacales y sale corriendo a esconderse entre unos juncos. Un cocodrilo, salido de la nada, clava sus comillos en el culo del juglar y lo arrastra a una muerte oscura. Los ebrios patanes de la aldea creen que ahí acaba la historia de Gilgamesh, y pasan meses intentando explicar el estúpido final de la misma. Al final, uno de ellos crea la religión: la muerte del protagonista tuvo un sentido. No importa cuál ahora: garantizar las cosechas del próximo año, redimir nuestros pecados, hacer que el Sol siga alumbrando. ¡Qué más da! Y todo esto gracias a la verdadera tragedia de un cocodrilo cuya cena estaba rellena de mierda.
El final de San Marcos
En mi opinión, algo parecido debió ocurrir para que surgiese el cristianismo. El malogrado Marcos escribía su evangelio a altas horas de la noche cuando sintió la inexcusable llamada de la parte menos noble de su naturaleza. Corrió a la letrina comunal, pero con tan mala pata que cayó en el fondo del agujero. Nadie le echó de menos al día siguiente, y el cadáver desnucado quedó cubierto con los copiosos excrementos de sus incontinentes vecinos.
Para desgracia de los paganos, alguien descubrió, días más tarde, el manuscrito incompleto, y se dio cuenta de su potencial para fundar una secta. Calladamente, pergeñó
unos cuantos versículos para terminar la historia. Esto no me lo estoy inventando: el evangelio de San Marcos no sólo omite cualquier referencia a un nacimiento virginal, sino que se ha descubierto que los actuales versículos del nueve al veinte del último capítulo son un añadido posterior. Estos versículos son los que, precisamente, hablan de la Resurrección: el versículo octavo termina con tres mujeres, incluida la Magdalena, que se asoman, muy acojonaditas las pobres, a una tumba vacía.
El mercenario que terminó el primer evangelio no era muy habilidoso. ¿Se le ha ocurrido pensar en lo que podrían haber hecho Homero o Alejandro Dumas de haberse encontrado en su lugar? He aquí algunas ideas al respecto:
A Jesús, como es natural, lo crucifican en las vísperas de un día festivo, lo cual ya es motivo suficiente para cabrearse. Antes, lo azotan, le ponen una corona de espinas, y encima pierde un concurso de popularidad con un tal Barrabás. Para colmo, lo cuelgan entre dos manguis, y uno de ellos se pasa la tarde dándole la brasa con el Reino de los Cielos (era testigo de Jehová).
Es poco probable que Marcos pretendiese matar realmente a Jesús. Es cierto que el Mesías tiene algunos superpoderes en su historia, pero no tantos como para resucitar a un muerto que llevaba tres días fermentándose. Y es una opinión personal, pero por resucitarte a ti mismo a los tres días seguro que dan más puntos que por revivir a otro. De modo que supondremos que, aunque parecía más muerto que el pavo de Acción de Gracias, Nuestro Salvador estaba mal herido, disimulando sus constantes vitales gracias a sus conocimientos del yoga saduceo. De manera que cuando José de Arimatea, que estaba en el ajo, destapó la tumba, le bastó un par de bofetadas para despertar a Nuestro Señor, que murmuró:
- Pepe, mamonazo, si pudiese moverme te ibas a enterar...
Pepe cargó con el no-muerto a cuestas, y lo llevó a casa de Lucas, que era médico, para que le hiciera algunos arreglillos. Y así pasaron unos cuantos meses.
Un hermoso día de verano, Jesús abrió por fin la puerta de casa de Lucas, y salió a la calle. Iba cojeando un poco, por culpa de la lanzada en las costillas y albergaba en Su Santo Pecho un cabreo monumental. Enfiló la burra hacia el barrio romano, mientras consultaba la dirección del chalet de Poncio Pilato que San Matías El Chivato le había apuntado en la palma de la mano. Al llegar a su destino, se deslizó sigilosamente al patio trasero, y trepó por una higuera hasta el dormitorio del prefecto de Judea. Una sorpresa le aguardaba:
- ¡María Magdalena! – exclamó el Mesías.
- ¡Jesús! – respondió, asustada, la susodicha.
- ¡La Virgen! – profirió Pilatos, poniéndose los calzoncillos.
La pecadora intentó disculparse mientras se ponía la túnica:
- Mi Señor, es que mi carne es débil, ¡pero te juro que mi espíritu es fuerte!
- ¡Serás puta! – replicó Jesús de Nazaret, sacudiendo la cabeza con amargura – ¡Vete, y no vuelvas a pecar... sobre todo porque no podrás!
Y haciendo uso de sus superpoderes, le contagió a distancia el primer herpes genital de la historia. Si lee con atención el Antiguo Testamento, verá que no se habla, para nada, del herpes genital, pero sí de la lepra, de modo que el herpes es un milagro posterior.
La Magdalena abandonó la habitación a duras penas, llorando por sus dolores, y Jesús se abalanzó sobre Pilatos, agarrándole por el pescuezo. El Prefecto tuvo tiempo para susurrar:
- Pero, Señor, ¿acaso no predicabas lo de poner la otra mejilla!
- ¡La otra polla pondría, si tuvieses dos ojos en el culo, truhán!
A continuación, rebanó las orejas del romano, y sus testículos, y los arrojó a los cerdos. Las margaritas y las perlas no, pero sí que está bien arrojar los cojones de Pilatos a los gorrinos. De propina, el Hijo de Dios convirtió a Pilatos en obsesivo-compulsivo, condenándole así a lavarse las manos constantemente, per secula seculorum. Chúpate esa, Conde de Montecristo.
Luego, Nuestro Salvador empuñó la lanza del destino y salió a por Judas...
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