sábado, junio 23, 2007

La respuesta de la Esfinge (I)

DN-eyeUn ejemplar de una especie alienígena atrapa a un ser humano. Le introduce un tentáculo a través de la faringe y deposita una larva en sus pulmones. Ahí crecerá, hasta el día en que desgarre la caja torácica, mate a su anfitrión y salga al exterior para intentar repetir el ciclo.

Ripley y su alien

Cambiemos de escena. Esta vez, un organismo introduce su tentáculo a través de un orificio de un espécimen diferente, e inyecta millones de células especializadas, con copias de su información genética, dentro del organismo receptor. Una vez dentro, una de las células del donante se instala dentro de una célula del anfitrión y comienza a crecer. Al cabo de nueve meses, el nuevo animal se abre paso hace el exterior, siguiendo el camino inverso de su entrada, desgarrando tejidos y provocando, en muchos casos, la muerte del animal parasitado. En ocasiones, se hace necesario abrir la cavidad abdominal del receptor y apartar las vísceras para poder sacar al parásito. Una vez fuera, el nuevo organismo intentará repetir el ciclo.
¿Qué diferencia hay entre estos dos casos? ¿Es que existe alguna? ¡Pues claro que existe! Antes de que Alien tuviese la suerte de tropezar con Ripley y el Nostromo, la raza humana y la alienígena eran completamente ajenas a la existencia del otro. Por el contrario, la danza del parasitismo sexual viene bailándose en nuestro planeta, sobre las aguas, bajo las aguas y al lado del agua, desde tiempos inmemoriales. No la inventamos los humanos. Hace eones que la muerte y la vida danzan en círculos concéntricos, y han tenido todo ese tiempo para convertir la tragedia en pantomima; pantomima que incluso llega a resultar placentera.
Aunque he dibujado al organismo del tentáculo con colores siniestros, tanto el donante como el receptor se benefician de la sagrada ceremonia. Tanto es así que la mitad de las veces, el parásito se parece al donante y la otra mitad al receptor.

Guerra molecular

Quizás le parezca que la visión que le he mostrado sólo podía ocurrírsele a alguien a quien le patinan los engranajes. Así sería si mi versión de los hechos fuese gratuita; esto es, si fuese una mera reinterpretación que no aportase nada a la explicación de los hechos. Pero cualquier estudiante de Biología le dirá que no es así. Existe un antagonismo entre los cromosomas X e Y, una especie de lucha a muerte entre ambos cromosomas. Por fortuna, ninguno de ellos ha logrado derrotar completamente al otro. Si eso ocurriese en algún momento, quizás nos extinguiríamos. O quizás surgiría, a partir de los restos de la especie humana, una raza de lagartos mutantes rosados tortilleros, aficionados al ikebana, a los culebrones venezolanos y a conjuntar bolsos y zapatos.
El cromosoma X ha acumulado, a lo largo de la evolución, genes que son útiles para las mujeres, mientras que el cromosoma Y ha atraído a los genes útiles para los hombres. El problema está en que muchas de estas características son incompatibles, y eso provoca una situación singular: poseemos dos copias ligeramente diferentes de cada uno de los restantes 22 cromosomas, de manera que un fallo en una de las copias puede mitigarse gracias a la presencia de la otra copia. Eso no ocurre con los cromosomas sexuales. Cuando un espécimen posee dos copias del cromosoma X, las características femeninas logran expresarse libremente. Cuando el espécimen recibe un cromosoma Y, éste se impone al cromosoma X y el ejemplar adquiere rasgos masculinos.
Desde la perspectiva de los propios genes, que es la que importa, es natural que el cromosoma X vea al cromosoma Y como un parásito. En consecuencia, el cromosoma X se ha especializado en putear (con perdón) al cromosoma Y todo lo que ha sido posible. Pero, ¡no estoy hablando del comportamiento de los organismos, cuidado, sino del comportamiento de los propios genes!
También existen repercusiones para los propios organismos que son fabricados por esos genes. Un embarazo es sumamente parecido, como ya he insinuado, a una infección. La madre se encuentra, de repente, con material genético extraño en su interior. Su organismo sabe reaccionar a estas amenazas, destruyendo al intruso. Este, sin embargo, desarrolla medidas defensivas para poder alimentarse durante nueve meses de su madre sin que ésta lo mate. A veces fallan las contramedidas: la eritroblastosis fetal, o enfermedad hemolítica del recién nacido, se presenta cuando madre e hijo tienen sangres incompatibles, casi siempre debido al famoso factor RH. Lo trágico e irónico es que este problema es poco frecuente durante el primer embarazo. El conflicto se desata cuando el sistema inmunológico de la madre “aprende” a luchar contra el feto tras haber padecido la “enfermedad” al menos una vez.
¿Quién va ganando en esta guerra? A decir verdad, el cromosoma X tiene ventajas que no voy a detallar para abreviar, y casi se ha salido con las suyas. Digo “casi” porque el cromosoma Y ha adoptado la única estrategia posible: pasar a la clandestinidad. Su tamaño se ha reducido, para ofrecer la menor superficie de ataque a su amada enemiga. Sus funciones se han reducido, y la mayor parte de su contenido es chatarra, para que X no logre detectar su presencia.
Hay otra señal sorprendente de esta callada guerra molecular. Al parecer, existe una clara correlación entre el número de hermanos mayores varones y la homosexualidad masculina. Según Matt Ridley, en su “Genoma”, el incremento de la probabilidad es del 33% con cada hermano mayor. No importa el número de hermanas mayores, y no existe correlación alguna si se trata de la homosexualidad femenina. Aunque todavía se desconocen los detalles, la explicación tiene que ver también con el antagonismo de los cromosomas sexuales: con cada hijo varón, el organismo de la madre aprende a luchar más eficientemente contra el “parásito invasor”. Tenga presente, no obstante, que estamos usando la intencionalidad sólo como metáfora: la madre no tiene control alguno sobre estos acontecimientos. Tampoco el gen “piensa” o “planea” en sentido estricto: se trata simplemente de un algoritmo que se desarrolla automáticamente.

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