lunes, junio 11, 2007

El Enigma de la Esfinge

Quien desea aprender a escribir debe también aprender la difícil arte de la observación psicológica, al menos si quiere que sus escritos tengan más de dos párrafos de longitud.
Un cuento, por su brevedad, se basa en la sorpresa, y la fuente de la sorpresa puede ser cualquier cosa, como un espejismo del lenguaje, una confusión en el sentido de las palabras o incluso en su sonido. En una novela, la causa de la sorpresa debe durar más: no puede ser el resultado de ver reflejado el sol en el vidrio de un escaparate a las cuatro y cinco minutos de la tarde.
Eso no quiere decir que el aspirante tenga que transformarse en un pedante aprendiz de psicólogo. Es incluso mejor que no lo haga, pues así puede ofrecer a sus lectores el más rico juego de los dobles espejos: un reflejo distorsionado desfigurado por las propias lentes equívocas a través de las cuales veo el mundo.
Como esto que escribo no es un cuento, sino una reflexión (sólo los peores escritores se callan estas diferencias, para justificar, si llega a ser preciso, sus meteduras de pata) debo ofrecerle un ejemplo del tipo de equívocos y errores de perspectiva a los que me refiero. El espejismo que le mostraré es uno de los más sorprendentes pues, aunque conocido por todos, suele ser ignorado por mero pudor.
Ahí va la pregunta de la Esfinge: ¿puede alguien desear que su hijo se convierta en aquello que más teme y odia?
Un acrónimo de la respuesta en español: LOACM.

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