Flor de acantilado
... y para que Chesk no me retire del todo la palabra, me impongo como penitencia contar dónde encontré la flor más extraña que he visto hasta ahora.
Mi hermano menor es un aficionado, casi fanático, del buceo. De cuando en cuando, antes de venirme a vivir a España, alquilábamos una lancha y nos íbamos de aventura por los cayos de Florida. En algún momento, antes de su segunda boda, tiramos la casa por la ventana y nos fuimos de excursión a la costa oriental mexicana.
A todo buzo le entra en algún momento la comezón por bucear en cavernas. Es un deporte peligroso, por lo que cuando mi hermano me propuso ir de excursión a una, sentí escalofríos. Pero el macho español no retrocede ante los retos, y menos cuando los plantea tu propio hermano. De modo que, al día siguiente, tuve que bajar como un mono por unos acantilados, sujeto por cuerdas como una marioneta, para entrar en una caverna submarina y estar todo el tiempo pendiente del reloj, para que no se nos acabase el oxígeno.
A primera hora de la tarde ya estábamos de vuelta, recorriendo el camino a la inversa. Mientras trepaba, intentando que el subidón de adrenalina no me agarrotase los músculos, se me ocurrió mirar en la pared de roca, a mi izquierda. Quizás la vi primero con el rabillo del ojo, y su intenso color rojo fue lo que me hizo volver la cabeza. A un par de metros, en un saliente minúsculo, una florecilla inclasificable, más pequeña que una rosa, pero tan de color tan vibrante que casi dolía mirarla. No me atreví a fotografiarla, pues tenía la cámara en el macuto, en mi espalda, y no estaba la situación como para complicarla con acrobacias.
Cuando llegué arriba, se lo conté a mi hermano. Me respondió que la había visto al bajar. Luego, ya en el hotel, me devané los sesos intentando averiguar si aquello era algún tipo de revelación, algún tipo de señal cargada de significado... pero más allá del afortunado "accidente", no le encontré otro sentido. Quizás la flor quiso demostrarle al dios de los panteístas que la belleza puede habitar en los sitios más improbables. Quizás el dios de los panteístas quiso demostrarnos, a mi hermano y a mí, que hay que tener los ojos muy abiertos para no perderse las maravillas ocultas que ha dejado como pistas en este mundo. O quizás algún compasivo bodhisattva pronunció un koan en alguna remota esfera celeste, y como resultado nació aquella flor, como lección de impermanencia, como símbolo de la fuerza de lo efímero.
Al regresar a casa, planté un rosal en el jardín de mis padres. Ahí sigue, me dicen, dando flores cada año.
3 Comments:
Es un post precioso, Freman. :)
Las flores raras, suelen ser las que más llaman la atención y casi únicas. Lo malo es que es difícil encontrarlas, y si lo haces, es donde menos te lo esperas.
No he llegado a hacer submarinismo, pero encontré una muy bella en una situación de subida adrenalina similar. Pensé que era lo único bonito que tenía a mi alrededor.
Además, siempre pienso que una rosa, aunque sea muy bella, se compra en la floristería más cercana. Una flor como la que viste, se necesita algo más que dinero para poder disfrutar de ella.
:) Gracias.
Una flor como la que viste, se necesita algo más que dinero para poder disfrutar de ella.
Esto que voy a decir es una cursilada, pero es verdad: probablemente, la flor no duró mucho. La planta sí, pero la flor no. El que alguien pudiese verla ha logrado que la flor siga viva, aunque sea de manera virtual, en la memoria de quienes la vieron. Ahora que lo he escrito... sí, era una cursilada. Pero era verdad.
Preciosa historia, Freman.
En el jardín de mi abuela solía salir una rosa muy rara de color violeta oscuro, preciosa. Solo salía una al año, a mediados del verano, en un rincón humbrío debajo de una Tulla y un Magnolio. Luego desaparecía. Murió mi abuela, se destrozó el jardín - ahora hay una urbanización, según creo- y la rosa sólo vive en el recuerdo de los que la vimos. Por lo menos ahí está a buen recaudo del cemento envilecedor, enriquecedor y, oh demagogos, por eso mismo liberador.
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